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  • Construyendo Puentes

Una mañana de julio, Enrique Melantoni

Cuento - Primaria grande - Antes y después


No recuerdo nada de ese día.

Lo que sé, me lo contaron mucho después, así que las imágenes, aunque sean una parte mía, les pertenecen a otros.

Yo estaba en la oscuridad. Dicen que había momentos en que luchaba por mi vida como un campeón.

Un rato antes, tío Herschel y su amigo Antonio se habían encontrado en Pasteur para iniciar unos trámites.

Los había atendido Esther, una mujer bajita y simpática, que les entregó un formulario para llenar y les pidió que aguardaran unos minutos.

Después, ella buscó en su cartera un cigarrillo y salió a fumarlo a la vereda.

En la oficina de al lado trabajaba su amiga Sarita, que recibía las solicitudes para la Bolsa de Trabajo.

En el pasillo se veían personas de distintas razas y creencias, llevando papeles o esperando su turno, porque allí, en la Asociación Mutual Israelita, no se hacían distinciones.

Sarita, al ver pasar a Esther, le sonrió, cómplice.

Pero no podía acompañarla. Tenía demasiado trabajo esa mañana.

Antonio, que había ido por acompañar a mi tío, se levantó y fue a dar una vuelta.

Parte del edificio estaba en obra o en refacciones, pero había una gran escalera de mármol y algunas decoraciones que valía la pena ver.

Escuchó a dos hombres al pasar, uno mayor, el otro joven, discutiendo las posibles traducciones al español de un texto hebreo, mientras subían lentamente por la escalera hacia el entrepiso.

Esther llegó a la calle y prendió su cigarrillo.

Después caminó despacio hasta la esquina, disfrutando ese breve momento antes de regresar a su escritorio.

En ese instante, alguien le avisaba a mi tío que debía retirar un papel en una oficina del fondo. Y hacia allá fue él, pensando con una sonrisa que ese día pintaba bien, que saldría con su trámite terminado.

Ya estaba dándole las gracias a la empleada que lo atendía cuando se escuchó un ruido enorme y el edificio entero se sacudió.

En ese momento, mi mamá estaba gritando, pero muy pocos la oían.

Yo, en la oscuridad, tampoco sabía lo que estaba sucediendo.

Y ni siquiera podía gritar.

Mi tío corrió buscando la calle a través de nubes de polvo, saltando sobre escombros.

¿Dónde se habría metido Antonio?

En el suelo, entre los restos de la mampostería, había muchas personas heridas.

Algunas se quejaban, pero otras estaban muy quietas y silenciosas...

Un muchacho le pidió ayuda y mi tío le ofreció su brazo para alcanzar la salida.

Allí estaba Esther, mirando sin ver, sin comprender.

Sólo reaccionó cuando la brasa del cigarrillo consumido le quemó los dedos.

Algunas personas que estaban en el edificio cuando se produjo la explosión pudieron salir y alejarse.

Otras, como mi tío, se quedaron en la vereda de enfrente, esperando.

¡Había tanta gente adentro! Imaginaba que lo vería aparecer a Antonio de un momento a otro, entre los que salían.

Pero Antonio no salió.

El edificio entero se conmovió y se hundió sobre sí mismo, como un castillo de naipes, y al estruendo le siguió el silencio.

Mamá dejó de gritar.

Mi tío pensó por un momento que se había quedado sordo.

Veía a las personas abrir la boca, entre las nubes de polvo, sin escuchar sus voces.

Pero después comenzaron a escucharse los gritos, los pedidos de ayuda.

Muchas manos comenzaron a retirar los escombros, formando una cadena, cuidadosamente pero sin pausa.

Manos de personas que no pensaban en lo que había sucedido, sino en las vidas atrapadas que aún podían salvarse.

Muchos lo hacían sin hablar, atentos a cualquier sonido que pudiera surgir debajo de los escombros.

Yo había pasado de la oscuridad a la luz.

Había llorado.

Estaba en los brazos de mi madre, en el hospital donde nací, cuando comenzaron a llegar las noticias, y las lágrimas de alegría se mezclaron con las de tristeza y horror.

Y así seguimos adelante, guardando en la felicidad de cada día vivido un trocito de la tristeza de aquella mañana de julio.

Incluso yo, que nací al mismo tiempo que estos recuerdos.


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